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Murió el cineasta cañaseño José Martínez Suárez

El cineasta José Antonio Martínez Suárez, hermano mayor de Mirtha Legrand, murió este mediodía en la clínica CEMIC. El hombre, que tenía 93 años, se encontraba internado en terapia intensiva luchando contra una neumonía infecciosa.

«Yo me siento hecho en cine. Todo lo pienso en cine, lo hago en cine, lo cuento en cine». Martínez Suárez siempre fue un cultor de la conversación fina y de las frases extensas, pródigas en detalles y referencias precisas de tiempo y de lugar. Pero le alcanzaron estas pocas palabras, pronunciadas al recibir en 2017 el Gran Premio a la Trayectoria del Fondo Nacional de las Artes, para definirse a sí mismo mucho mejor de lo que podría haber hecho cualquier otro recuerdo autobiográfico.

La cita podría completarse con el título del libro de conversaciones que compartió con uno de sus mejores amigos, el historiador y ensayista Mario Gallina. «Estoy hecho de cine» es la manera que más le gustaba a Martínez Suárez de reconocerse ante los demás. En su prodigiosa memoria acumuló sobre todo meticulosas alusiones a las películas que marcaron su crecimiento, influyeron posteriormente en su breve y notable obra como realizador, enriquecieron su silenciosa tarea docente y valorizaron todavía más el extraordinario aporte final de una larga y fecunda vida: su trabajo al frente del Festival de Cine de Mar del Plata, bajo cuyo mandato impuso una ley de hierro: «Aquí las únicas estrellas son las películas». Nadie que haya pasado alguna vez por ese festival desde que inició su gestión en 2008 volvió defraudado. Todo lo contrario: ese hombre casi nonagenario que se había hecho cargo de la única muestra cinematográfica clase A de la Argentina lograba junto con un equipo ejemplar que Mar del Plata tuviese el mejor cine del mundo durante 10 días al año.

Más allá de su obra, constantemente revisada y reconocida a lo largo del tiempo por nuevas camadas de especialistas y admiradores del cine, lo mejor que tenía Martínez Suárez estaba a la vista en cualquier charla. Sólo había que ponerse a la altura de ese hombre puntilloso, elegante, defensor a ultranza de la puntualidad y de la buena conversación. Era un placer escucharlo y un sacrilegio interrumpirlo cada vez que viajaba con su memoria al pasado para evocar hechos de su juventud o algún acontecimiento de la historia pequeña o grande del cine en la Argentina. En sus recuerdos siempre aparecía alguno de sus maestros y referentes, que siempre mencionaba en voz alta y sin apuro, seguramente con el propósito de no olvidar ningún nombre en la enumeración de una larga lista.

Allí estaba Lucas Demare, de quien dijo haber aprendido el rigor que exige todo rodaje por tratarse de un trabajo exigente y colectivo. También Daniel Tinayre, de quien fue asistente de dirección en Deshonra, Tren internacional y La bestia humana y luego se convertiría en su cuñado, al casarse éste con Mirtha Legrand, una de sus dos hermanas menores. Decía de Tinayre que le enseñó mucho sobre encuadres y otros aspectos imprescindibles de la técnica cinematográfica, además de su habilidad impar para el armado de grandes elencos. Detrás de ellos aparecían Carlos Borcosque, Mario Soffici, Enrique Cahen Salaberry y sobre todo Mario Lugones, con quien inició su carrera como asistente.

Pasiones y verdades

Los más jóvenes descubrieron a Martínez Suárez como un personaje «a la antigua», que detrás de una aparente severidad dejaba ver un sentido del humor espontáneo y notable, en la mesa de su hermana. Allí dejaba de tener apellido para convertirse en «Josecito», tal como lo llamaban también sus amigos. Podía atender a Mirtha a las 3 de la madrugada para satisfacer una duda de la diva y aportarle el dato exacto a algún recuerdo esquivo. Y compartir con ella la pasión por Racing, a la vista en el tapizado íntegro celeste y blanco de la silla de su oficina, que incluía hasta la publicidad de la camiseta del equipo que salió campeón hace pocas semanas. Esa identificación con Racing y el compromiso afectivo con sus seres queridos encontraron una síntesis perfecta en las exequias de Sergio Renán, otro fanático de la Academia. Cuentan que Martínez Suárez se las ingenió en un momento en que nadie lo veía para adherir al ataúd un pequeño escudo con los colores del club de sus amores. Y al igual que Renán compartió la pasión por el fútbol con una sed casi insaciable por los libros. Cuando el resto de los chicos iba a jugar, él prefería pasar ese tiempo en la biblioteca.

La cumbre del espíritu juguetón de Martínez Suárez apareció en noviembre de 2013, cuando en pleno Festival de Mar del Plata reveló el secreto familiar mejor guardado. Durante una distendida charla abierta que compartió con Ricardo Darín dijo: «Declaro formalmente y bajo juramento que mis hermanas nacieron el 23 de febrero de 1927. Y que yo nací el 2 de octubre de 1925. Por lo tanto, les llevo 16 meses de diferencia». Desde ese momento jamás hubo más dudas o especulaciones en relación con la edad de la diva de los almuerzos y de su gemela Silvia, los tres oriundos más famosos de la localidad santafesina de Villa Cañás. En ese hogar asombraba desde chico a familiares y visitantes por su voracidad lectora y su memoria perfecta para los nombres. Allí también se despertó su vocación apasionada por el cine, que era el único entretenimiento del lugar y se renovaba cada sábado con la llegada de los rollos de película en una camioneta si el estado de los caminos rurales lo permitía.

Antes de ser «Josecito» muchos habitués del mundo del cine lo llamaban «Mirtho». Ya tenía un lugar de reconocimiento en la industria, pero seguía siendo para la mayoría el hermano de una gran estrella. Esa historia arrancó en 1941, cuando Martínez Suárez tenía 16 años y acompañó a su hermana menor a un estudio de cine, donde ella ya estaba filmando Los martes orquídeas. Ese lugar eran los estudios Lumiton, ubicados sobre la avenida Mitre en lo que hoy es el área céntrica de la localidad bonaerense de Munro. Se ofreció primero como cadete y no tardó en sentir que allí estaba mejor que en cualquier otro lugar. Hace algunos años, en una entrevista con la revista Anfibia, evocó a Lumiton como un segundo hogar y una suerte de universidad: «Los mayores les enseñaban a los pibes cosa por cosa. Nadie se guardaba nada. De ahí salieron iluminadores, camarógrafos, directores, guionistas. Era un placer trabajar allí porque uno iba rotando los cargos: un día en el laboratorio, otro en la administración o como ayudante de dirección, de producción o del cameraman».

El cine lo había atrapado de todas las maneras posibles. Ya había logrado insertarse con naturalidad en la incipiente industria de entonces después de respirar ese aire casi durante las 24 horas. Por entonces había cambiado Villa Cañás por La Paternal, el barrio porteño en el que se instaló al cuidado de una tía abuela materna. Tenía que estudiar, pero los cinco cines que funcionaban en un radio de 25 cuadras de su casa eran un imán irresistible.

 

Martínez Suárez, el director

Después de un largo recorrido en todas las actividades imaginables que hay detrás de las cámaras encontró su lugar como director. Su obra fue definida, analizada y escrutada de muchas maneras. Quizás quien mejor la definió fue el crítico, ensayista, realizador y ex director del Bafici Sergio Wolf, actual director del área audiovisual del Fondo Nacional de las Artes. «La trayectoria de Martínez Suárez es la del cine argentino, pero mejorada. Va desde la época de los estudios hasta su reverso, la Generación del 60. Y también logra sortear con una ética impecable los años de la dictadura para volverse luego maestro y dirigir el Festival de Mar del Plata», señaló al entregarle a Martínez Suárez el reconocimiento de la entidad en 2017.

También se lo reconoció siempre como un constante innovador desde el punto de vista estético y como uno de los realizadores argentinos que mejor concibió la idea de filmar en exteriores para darle a cada acción y cada personaje su escenografía natural. Esta circunstancia se aprecia a lo largo de toda su filmografía, desde El crack (1960), descarnado y minucioso retrato (asombrosamente actual) de las miserias que rodean al fútbol, hasta su despedida con el policial Noches sin lunas ni soles (1984), con un memorable juego policial de gato y ratón entre Alberto de Mendoza y Lautaro Murúa, ambos en su mejor forma actoral.

En el medio dirigió otras obras muy reconocidas que no perdieron vigencia ni atracción: Dar la cara (1962), Viaje de una noche de verano (1965), Los chantas (1974) y Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976), una comedia negra que acaba de tener su remake de la mano de uno de los grandes discípulos que tuvo Martínez Suárez, Juan José Campanella. «Es la película más ingeniosa de la historia del cine argentino y una especie de gran homenaje al cine de Ernst Lubitsch», señaló el director de El secreto de sus ojos, que le puso a esta nueva versión el título de El cuento de las comadrejas.

Campanella fue uno de los ilustres alumnos que tuvieron como maestro a Martínez Suárez, quien decidió consagrarse casi silenciosamente a la docencia tras abandonar de manera voluntaria la dirección a mediados de los años 80. A esa notable tarea docente le debemos también la formación de figuras como Lucrecia Martel, Rodrigo Grande, Gustavo Taretto y Roberto Maiocco, entre muchos otros. Mantuvo esa tarea hasta que fue convocado para hacerse cargo del festival marplatense.

Casado tres veces, padeció en marzo de 1977 el secuestro y la desaparición de una de sus hijas, María Fernanda, y de su yerno, el militante peronista Julio Panebianco. Después de varias dolorosas gestiones que incluyeron una estéril visita a la casa del entonces todopoderoso jefe de la Armada Eduardo Massera, que jamás lo recibió, la mujer reapareció con vida, pero Panebianco sigue en la lista de los desaparecidos durante la última dictadura.

Martínez Suárez nunca fue amigo de las definiciones políticas marcadas por nombres o partidos. Prefería evitar incómodas discusiones como derivación de ese tipo de conductas. «No admito la violencia para tratar de imponer un sistema. Creo en cambio en el convencimiento de la palabra», señaló en una oportunidad.

Prefería, en cambio, expresar sus opiniones a través de los personajes de sus películas. «En Los muchachos de antes no usaban arsénico me permito decir a través de un personaje: ‘Fui al cementerio, no encuentro la tumba y la gente desaparece'», dijo mientras recordaba que la avant premiere de esa película coincidió con el día del derrocamiento de la ex presidenta María Estela Martínez de Perón.

Podría decirse que el estreno de El cuento de las comadrejas equivale al cierre de una de las etapas más felices de la larga y extraordinaria vida de José Martínez Suárez. Superó la novena década de vida en plena actividad y dando constantes y admirables muestras de su talento único para la conversación a la vieja usanza y para el ejercicio de una memoria asombrosa. En esos años «formidables», según propia definición, el nonagenario director se daba el lujo de trasladarse cada día desde la oficina que ocupaba en la Avenida de Mayo hasta su casa en el colectivo 102, línea a la que siempre elogiaba «por el confort de sus coches y la corrección de los choferes». Sólo en los últimos tiempos su salud mostró los signos de declinación inevitables y propios de la edad, que anticiparon el adiós definitivo.

Quedarán en el recuerdo innumerables testimonios fílmicos, orales y escritos de una vida completa consagrada al cine. Ese acto de amor permanente, que se extendió a lo largo de casi nueve décadas y media de fecunda existencia, tuvo en José Martínez Suárez un protagonista dedicado, comprometido, apasionado, entusiasta y feliz. Baste como ejemplo este recuerdo en primera persona: «Uno de los veranos más hermosos de mi vida fue de 1938, 1939. Rosario tenía 52 cines, de los cuales 45 cambiaban la programación todos los días. Se pasaban cuatro películas a la tarde y otras tres a la noche. Yo vi siete películas por día a lo largo de 100 días. O sea que terminé viendo ese verano 700 películas».

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