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Análisis: Una sociedad encerrada entre varios cepos

Los gastos del Estado aumentaron alrededor de un 15 por ciento entre los años 2003 y 2015. El mayor despilfarro estuvo en las provincias y los municipios, aunque el gobierno nacional también participó de la fiesta. El núcleo central del problema es que no existe recaudación prevista que pueda financiar semejante suba de los gastos corrientes del sector público. Por eso, cada tanto un gobierno recurre a un impuestazo, como el anunciado hoy, o a una devaluación implícita, como también se anunció. Se le llama ajuste por ingreso (aumenta la recaudación del Estado) y no ajuste por egresos (no se elimina ningún gasto público, aunque sea simbólico). Ya lo aplicó Mauricio Macri cuando se vio obligado a anunciar un déficit primario cero en 2018, y ayer Alberto Fernández profundizó esa política más allá incluso de otras experiencias críticas. El resultado ahora es una sociedad encerrada entre varios cepos: cepo a la compra de dólares, cepo a los viajes al exterior, cepo a las compras de bienes y servicios fuera del país. Es cierto que la pobreza llegó a niveles insoportables, pero también es verdad que los muchos cercos que limitan la vida cotidiana terminan por conformar una sociedad menos libre.

Terminemos con los eufemismos. Las retenciones al agro no deben tener ese nombre, porque retenciones significa una captación temporal de recursos que luego se devuelven. No es el caso. Tampoco es apropiado llamar «dólar turista» al que se será gravado, porque el monumental impuesto a los gastos en dólares se aplicará a todas las compras en esa divisa, aunque quien las realice no haya puesto los pies fuera del país. De hecho, los especialistas señalan que solo el 25 por ciento del total de la compra en dólares del año en curso (más de 5.000 millones de dólares) fue para pasajes, hoteles y restaurantes en el exterior. El 75 por ciento restante se refiere a compras por internet que realizaron los argentinos desde su propio país. La calidad y el precio son muchas veces mejores en el exterior. Solo cabe destacar, en este rubro, la excepción que se hizo para la compra de libros y de material de investigación. Es una buena noticias entre tantas malas.

El sector más dinámico y moderno de la economía argentina, la producción agraria, tiene que pagar un elevado impuesto a la exportación (que es el nombre correcto). Extraño: no hay político ni economista ni intelectual serio que no hable de la generación de dólares genuinos para solucionar la vieja crisis argentina. Resulta, sin embargo, que el Estado se apropia de parte importante de esos dólares cada vez que el sector privado los consigue. La consecuencia es previsible: se desalienta la ambición, la inversión y los deseos de progresar. Tampoco cierran los números aunque se conserven todas esas ganas. Si una parte de las ganancias van al Estado, lo que queda no alcanza para toda la inversión que requiere una mayor producción del campo argentino. El campo entregó al Estado cerca de 200.000 millones de dólares en los últimos 15 años. Es una cifra enorme, que bien administrada habría servido, al menos, para pagar gran parte de la deuda pública. La Argentina sigue endeudada, la pobreza no bajó nunca del 30 por ciento desde 2001 (ahora está cerca del 40 por ciento como consecuencia de las últimas devaluaciones) y el ingreso per cápita ha caído. La política debe revisar su fracaso antes de seguir confiscando recursos del sector privado. El impuesto a la soja de Cristina Kirchner, que descerrajó la guerra con el campo en 2008, se intentó aplicar con un precio de casi 600 dólares la tonelada de soja. Ahora, el precio de la soja cayó a casi la mitad de entonces.

Los argentinos deberán pagar un impuesto a los viajes al exterior y a la compra en dólares en general. Ese impuesto es mucho peor que el que aplicó Cristina Kirchner, porque esta no creó un impuesto nuevo. EL porcentaje de aumento a la compra en dólares fue un anticipo del impuesto a las ganancias en un momento en que el dólar estaba muy subvaluado. También se estipuló ahora que el nuevo impuesto del 30 por ciento se aplicará a la compra de dólares, que solo es posible en pequeñas dosis de 200 dólares mensuales. Todo eso significa ponerle llave a la puerta de salida de Ezeiza. Un sector cada vez más importante de la clase media había accedido en las últimas décadas a los viajes al exterior, muchas veces pagados en muchas cuotas. Después del impuestazo de ayer, los viajes a otros países volverán a ser retozos exclusivos de la elites económicas. Si la globalización significa también la libre circulación de bienes y servicios, la Argentina decidió ignorar, esperemos que por un tiempo, la existencia de la globalización. Justo la palabra y la realidad que el Presidente había aceptado en su discurso ante la Asamblea Legislativa.

El tema de las jubilaciones es especialmente significativo, no solo por el inmenso universo social al que afectará, sino también porque preanuncia una colisión con el Poder Judicial. La solución de Alberto Fernández es sencilla de explicar: habrá un aumento con una suma fija para las jubilaciones básicas a cambio de suspender la fórmula vigente, que estipulaba un aumento equiparable con la inflación más tres o cuatro puntos adicionales. La fórmula creada por el gobierno de Macri, y que casi provoca el incendio del Congreso en diciembre de 2017, se fundó en la certeza de que la inflación iría decreciendo. No fue así, a todas luces. Esa fórmula es realmente inviable, porque significaría un aumento para los jubilados durante 2020 de cerca del 60 por ciento. Pero el gobierno de Fernández debió proponer otra fórmula, que es lo que siempre le reclamó la Corte Suprema de Justicia. Debe existir una fórmula previsible para los ingresos de los jubilados. No es posible que estos estén siempre a la espera de una noticia que nunca llega.

El problema político más importante son los superpoderes que reclama para sí el Presidente. Nada indica que eso sea una necesidad. Entre los poderes que tiene el jefe de Gabinete para cambiar las partidas presupuestarias y los aumentos de ingresos al Estado por la inflación, sobre todo si se amplia la vigencia del presupuesto 2019, el resultado es una masa significativa de dinero de libre discrecionalidad para el Ejecutivo. Los superpoderes existieron entre 2002 y febrero de 2017, cuando el gobierno de Macri dejó caer la vigencia de esa medida excepcional. Esa anomalía significa en los hechos que el Ejecutivo se atribuye facultades que son propias del Congreso o que deben ser compartidas con el Parlamento. Por ejemplo, el proyecto ómnibus le otorga al Presidente la facultad de hacer lo que quiera con más de 60 organismos descentralizados, entre los que están la Auditoría General de la Nación (que tiene jerarquía constitucional) y la Unidad de Investigaciones Financieras. Semejante poder no lo tuvo ni Carlos Menem cuando pidió facultades excepcionales para reformar el Estado.

También decide el proyecto la intervención de Energas y Enre, los organismos reguladores del gas y la electricidad. Esos entes estuvieron intervenidos hasta 2017. Entonces se hizo un concurso para cubrir sus cargos directivos. El concurso estuvo bajo la supervisión del grupo de ex secretario de Energía, integrado por figuras de distintas extracciones políticas, incluido el peronismo. Fue un salto de calidad institucional; ahora, las cosas podrían retroceder a la arbitrariedad de la época anterior. A esos intentos se le suma otra arbitrariedad, esta vez en Aerolíneas Argentinas. Según una información del periodista Diego Cabot publicada en LA NACIÓN, las nuevas autoridades de la compañía aérea despidieron a 30 directivos de la empresa contratados por concurso y que habían abandonado importantes cargos en otras empresas. También reclamaron al personal, supuestamente, que señalaran a los empleados de la empresa que colaboraron con la anterior gestión. Solo la Stasi de la Alemania comunista hacia esas cosas antes de que cayera el muro de Berlín. Los hechos de sus subalternos borran las palabras del Presidente ante la Asamblea legislativa cuando prometió trabajar por el fin de la grieta y la reconciliación de los argentinos. Es buenos que haya tomado distancia de algunos personajes de dudosa actividad, como Gustavo Cinosi, un asesor del secretario general de la OEA, Luis Almagro; Cinosi tiene una inexplicable influencia en el gobierno de Washington. Se presentaba como dueño del hotel Sheraton de Pilar, pero tiene solo el 5 por ciento de las acciones. El 95 restante está en poder de la familia Mirenna, con larga trayectoria en la propiedad de supermercados. Pero estaría mejor que revisara otras relaciones u otras designaciones si quiere que sus palabras sean coherentes con los hechos. El miedo no puede volver a ningún sector de la vida pública o privada argentina.

Al revés de Macri, que prefirió dar buenas ondas al principio de su mandato, Alberto Fernández eligió la fórmula clásica: las malas noticias deben darse todas juntas y no bien se asume el gobierno, porque si se las posterga no se las darán nunca. El paquete de decisiones que presentó ayer lo aleja aún más de casi el 41 por ciento de los votantes que sufragó por Macri. Afecta al campo y a la clase media, los sectores social sobre los que se abaten eternamente los ajustes argentinos, justo también donde están los más leales seguidores del presidente que se fue.

Joaquín Morales Solá
LA NACION

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